DISCURSOS
Por la justicia
Discurso pronunciado en el local del Centro de Estudios Racionales, el 17 de febrero de 1918, en el mitin de protesta celebrado contra el arresto de Raúl Palma.
Compañeros:
La vieja sociedad, la sociedad injusta y cruel que condena al que trabaja y suda a toda clase de privaciones, y que premia la holganza de unos cuantos con todos los placeres de la vida; esta sociedad corrompida que no puede y que no quiere garantizar a todos los seres humanos el bienestar y la libertad; esta sociedad se desmorona, esta sociedad se derrumba, esta sociedad está por desaparecer; pero ya moribunda, todavía tiene fuerza para arrancar de nuestras filas, de las filas de los pobres, aquellos valientes que mayores esfuerzos han hecho para derribarla.
Raúl Palma es un trabajador, es un desheredado, es un proletario que comprende que todo ser humano, por el solo hecho de venir a la vida, tiene el derecho de satisfacer todas sus necesidades, y este sencillo principio de justicia social, de justicia humana, lo propagaba sin descanso, en la prensa, en la tribuna, en todas partes, ansioso de ver a sus hermanos de clase libres de cadenas.
Éste fue su crimen: abrir los ojos a los trabajadores; é ste fue su delito: quitar la venda que cubría los ojos a sus hermanos, para hacerles ver el camino de su emancipación.
Por su actividad como propagandista, dos veces había sido arrestado antes de ahora. Él hablaba en la Plaza, y sus palabras de verdad y de justicia no fueron del agrado de todos aquellos que quieren que se perpetúe este sistema, que hace posible que los que nada útil hacen gocen a expensas de los que con sus manos y su inteligencia mueven la industria y hacen el progreso. Nuestros amos, los burgueses, no podían vivir tranquilos cuando Palma se encontraba en libertad, porque sabían que este hombre, fuera de las rejas de la prisión, socavaba los cimientos de la vieja estructura social cuyo peso hemos soportado los de abajo por siglos y siglos.
Nuestros amos desean meter las manos en nuestros bolsillos, sin que opongamos los explotados la menor resistencia, y quieren gozar el producto de sus rapiñas, sin que de nuestros labios salga una frase de descontento, una palabra de protesta ni un gemido de angustia. Y todo aquel, que como Palma, inquieta a la burguesía; todo aquel, que como Palma, con sus actos y con sus palabras perturba la digestión de los que tienen satisfecho el estómago, es arrancado de su hogar y puesto en prisión, para escarmiento de los que no estamos contentos con este sistema de la injusticia y de la infamia, sin reflexionar que los que nos sentimos hombres resentimos el ultraje y no estamos dispuestos a volver la otra mejilla para que se repita el atentado, sino que estamos listos, sucediere lo que sucediere, y desaparezca, quien desaparezca a devolver golpe por golpe, ultraje por ultraje.
A Raúl Palma se le acusa de haber quitado la vida a un dueño de una tienda y por añadidura polizonte, la noche del 13 de julio de 1916, con el intento, según la policía, de apropiarse los efectos almacenados en la tienda. La acusación no puede ser más injusta, porque en la época en que se alega que Palma cometió el delito, este joven trabajador se encontraba prestando sus servicios valiosísimos a la causa de los desheredados en los talleres de Regeneración, en la misma mesa en que yo trabajo, frente a mí, compartiendo mis desvelos y mis afanes por convertir a una humanidad que se arrastra y solloza, débil y doliente, que no tiene fuerza ni para quejarse, que no tiene valor para levantar la vista para el tamaño de sus opresores, en un conjunto verdaderamente humano apto para la libertad y la justicia.
Que Palma no es el autor del hecho por el cual se le tiene preso, es una verdad que salta a la vista. Él no pudo estar al mismo tiempo trabajando codo con codo conmigo escribiendo artículos para Regeneración, y en el lugar en que se dice que ocurrió la muerte del burgués. Indudablemente que fue otro el autor del homicidio; pero nuestros opresores no quieren buscar el verdadero autor del hecho; no lo necesitan; a quien quieren perder es a Palma, a quien temen y a quien odian.
El verdadero autor del homicidio debe reír satisfecho en estos momentos por haber podido evadir la acción penal, gracias a la malquerencia que los de arriba profesan a Raúl Palma, mientras este joven obrero espera en su calabozo el momento de ser llamado para que el verdugo ponga en su cuello el lazo que ha de arrancarle la vida.
La acusación se basa en un anónimo que tal vez el mismo autor del delito escribió para desembarazarse de toda responsabilidad, y quién sabe si alguno de los interesados en hacer desaparecer a Palma, haya sido el autor de las líneas que han puesto a nuestro hermano en el presidio. Un anónimo es la base de esta feroz persecución. Un anónimo en que se denuncia a Raúl Palma como el autor del homicidio. En ningún país del mundo se persigue a una persona por acusaciones anónimas: La ley, tan opresora y enemiga del débil como es la ley, no concede al anónimo fuerza legal alguna, no porque la ley se interese por el desvalido, sino porque el anónimo puede implicar no solamente a una persona de nuestra clase, sino a los de arriba también. Pero en el caso de Palma, todo ha sido diferente. Una mano criminal trazó las líneas del anónimo, y en el acto se puso en juego la policía. No se denuncia en el anónimo a un individuo apartado de la tremenda lucha que sostenemos los de abajo contra los de arriba, sino a Palma, al agitador obrero, al hombre que nos enseña y nos educa, al joven batallador que no contando todavía veintiún años de edad, tiene sin embargo la experiencia necesaria para decirnos a los que sufrimos la miseria y la opresión, por qué somos desgraciados, por qué nos encontramos abajo, cuando nuestras manos y nuestra inteligencia nos hacen acreedores a gozar de todas las ventajas que nos ofrece la civilización, la civilización que es obra nuestra, la civilización sostenida con nuestros puños y nuestro cerebro, la civilización que no existiera si nos negásemos a regar los campos con nuestro sudor y a desafiar la tisis y la anemia en el taller y en la fábrica. La civilización, hermanos de cadenas, es nuestra obra. No la hace el burgués, no es obra del ministro religioso, el gobernante no la impulsa. La civilización no brota de los palacios de nuestros amos, sino de nuestras manos y de nuestro cerebro. La civilización es hija de nuestro sacrificio y en cada detalle de ella encontramos una gota de sudor de nuestros cuerpos fatigados, una lágrima de nuestros ojos y el aliento cansado de toda una humanidad atormentada y doliente.
Palma tenía que ser el blanco de las iras de nuestros verdugos, y por esa razón se encuentra preso. Nuestros opresores no quieren que el trabajador mexicano despierte, porque entonces ya no encontrarían trabajo barato y sus ganancias disminuirían. Ellos quieren vernos siempre sumisos, dispuestos a soportarlo todo, y es por eso por lo que, cuando de la masa proletaria brota un hombre como Raúl Palma, todas las fuerzas de la reacción se ponen en juego para hacerlo desaparecer.
Toca, pues a nosotros, hacer sentir nuestra fuerza, demostrar que estamos alerta para impedir que los nuestros, los de nuestra clase, los que nos educan, sean arrebatados de nuestro seno.
El jurado de Raúl Palma tendrá lugar el 18 de marzo, y se necesita dinero para su defensa. Si no lo ayudamos, será ahorcado y su muerte pesará sobre nuestras cabezas.
Sí, compañeros, la muerte de Palma será obra nuestra si no hacemos todo lo que se debe hacer por rescatarlo de las garras del enemigo. Los que nos oprimen quieren arrancarle la vida; toca a los oprimidos manifestar su descontento y su protesta.
Si los oprimidos no hacemos nada por salvar a los nuestros, bien merecemos ser esclavos.
Regeneración, núm. 262, 16 de marzo de 1918