ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS
A la señorita Ethel Dolsen.1
Algo extraño ocurría en la ciudad de México al comenzar la primavera de 1892. La gente se movía, se agitaba, como si con la entrada de la estación se hubiera desentumecido un caduco organismo de la sociedad mexicana. Vibraciones juveniles reanimaban la vieja ciudad. Las sórdidas barriadas donde se pudre física y moralmente la gente pobre ardían en una atmósfera de protesta. Las escuelas eran otros tantos clubs donde la juventud estudiosa hablaba de los Derechos del Hombre, de Libertad, de Igualdad y de Fraternidad. En los pasillos de los teatros, en los casinos, en las calles, en las plazas, en las cantinas, en las tiendas, en los tranvías, se hablaba del Gobierno en tono rencoroso. Los ciudadanos lanzaban miradas torvas a los gendarmes. Los policías secretos eran designados a voces y perseguidos por la estruendosa befa de los estudiantes. A gritos se referían chascarrillos acerca de Porfirio Díaz y su mujer. Todo indicaba que la Autoridad había perdido su prestigio.
Hacía dieciséis años que una revuelta mezquina había colocado a Porfirio Díaz al frente de los destinos de la nación mexicana, y desde entonces había gobernado sin interrupciones el país, aunque Manuel González había figurado como presidente en los años de 1881 a 1884, éste sólo fue un instrumento del siniestro Dictador. Díaz preparaba en 1892 su segunda reelección y los ciudadanos inteligentes se disponían a impedirla por el inocente ejercicio del civismo. A eso se debía el extraño aspecto de la ciudad de México al comenzar la primavera de ese año. Ya para entonces Díaz tenía en su pasivo cuentas enormes de duelo y sangre. Las cabezas que habían tenido la desgracia de descollar unas cuantas pulgadas sobre el nivel de degradación moral que con su espada había marcado el Dictador habían caído por centenares, por miles en todo el país. Las frentes de los viandantes tropezaban en la noche con los pies hediondos y helados de los colgados en los árboles de los caminos.
En los vericuetos, en las hondonadas, en los recodos, fermentaba la carne de las víctimas del despotismo. Los “rurales” —esos cosacos de la Rusia mexicana—, cruzaban el país en todas direcciones matando hasta la hierba como la pezuña del caballo de Atila. La prensa de oposición había sido exterminada. Las oficinas de los periódicos habían sido invadidas por las fuerzas del Gobierno y algunas de ellas, como la de El Republicano,2 había sido teatro espeluznantes hecatombes. En El Republicano habían sido destruidos los muebles, regado en el suelo el tipo de imprenta, quebradas las prensas y sacrificados los cajistas sobres esas ruinas.
Antes de la primavera de 1892 nadie hablaba. Los labios mudos se apretaban para impedir que se escaparan las protestas que ya no cabían en los pechos. En las sombras aguzaban sus oídos los espías, y una frase, una palabra o una sílaba sospechosa de subversión, ameritaba la muerte y la tortura en las tinieblas de los calabozos. Silenciar el crimen era una virtud; apologizarlo, era una virtud más alta que se premiaba generosamente. Los hombres de nivel moral más bajo ocupaban en el Gobierno los puestos más altos. Los pechos más viles desaparecían bajo el brillo de las condecoraciones e insignias de todas clases. Para ser general, ministro, juez, gobernador y diputado, eran cualidades despreciables el valor, la pericia, el talento, la sabiduría, el carácter: lo indispensable era tener una esposa bella o en último caso, un espinazo de bambú.
Rotas a sablazos las alas de la fuerza moral, para subir era preciso arrastrarse. Las escuelas, regidas por reglamentos de cuartel, surtían a la patria de eunucos en lugar de ciudadanos. La presencia de un Juez, o de un gendarme, se hizo más inquietante que el encuentro con un bandido. El turíbulo sustituyó a la pluma. La justicia quebró su espada y se cubrió con el manto de Mesalina. El Derecho era una incógnita irresoluble. Condensada la Jurisprudencia en el sable de Porfirio Díaz, los códigos fueron entregados a polilla en el polvo de las bibliotecas. La tiranía política debilitaba el carácter; la tiranía del hombre consumía los cuerpos. Si un hambriento robaba una mazorca de maíz, se le fusilaba. Si un funcionario de vientre redondo se adjudicaba las rentas públicas, se le declaraba benemérito de un estado cualquiera o de la Patria. El robo ratero se premiaba con la horca; el robo en grande escala se premiaba con medallas y cintajos.
Tal era la situación en aquella época; tal es la situación en nuestros días. Era, pues, extraña la agitación que se notaba en la ciudad de México al comenzar la primavera de 1892. En las calles se repartían volantes anunciando meetines de estudiantes y obreros para oponerse a la reelección de Porfirio Díaz.3 Los tres o cuatro periódicos de oposición que habían logrado vivir gracias a que adoptaron una actitud ambigua, animados por la excitación popular, acentuaron en sus artículos un sabor marcadamente oposicionista. Ahogado en miedo, el rebaño humano se soñó realmente pueblo. Las personas que sabían leer se empaparon en los episodios de la Revolución Francesa. Se hizo de buen gusto adoptar modales de sansculotte4 y no pocos agregaban a su saludo la palabra “ciudadano”. Los rostros mustios de las masas apaleadas ostentaban gestos audaces. Las frentes marchitas se rejuvenecían al soplo de un viento heroico. En los cuartos de los estudiantes se coreaba la Marsellesa, mientras en las plazas y en las calles se podía adivinar por las actitudes quién se soñaba Marat,5 quien Robespierre,6 quien Saint Just.7
Así se pasaron algunas semanas en una dulce embriaguez revolucionaria. Un civismo era lo que iba a oponerse a un Gobierno absoluto sostenido por cuarenta mil bayonetas. Manos armadas de boletas electorales pretendían disputar la victoria a las manos armadas de fusiles. Por todas partes se ensalzaba el civismo como una fuerza contra la cual son impotentes los cañones y los fusiles de los tiranos. Por ese estilo se soñaba con un candor verdaderamente infantil. Los clubs antireeleccionistas de obreros y estudiantes se pensaban de ciudadanos ansiosos de escuchar el verbo de Mirabeau8 y Danton9 trasplantados a México. ¡Ah si hubiera habido un Desmoulins!
Los clubs organizaron una manifestación pública en contra de la reelección y se señaló la mañana del 16 de mayo para llevarla a cabo, siendo el lugar de ésta el Jardín de San Fernando. Desde temprano se vio invadida por la multitud la amplia plaza en cuyo ángulo se encuentra el panteón donde reposan los restos de Guerrero, de Zaragoza, de Juárez y otros hombres ilustres.
La multitud hablaba alto; se sentía la necesidad de hablar alto después de tantos años de sepulcral silencio. El sol, el bello sol mexicano, derrochaba su luz y calor, los rostros se volvían con frecuencia hacia el sitio donde duermen los héroes como para arrancar una esperanza de vida donde reina la muerte. Una gran confianza y una gran fe henchían los pechos. Los estandartes de los gremios obreros y de las escuelas ilustraban el bello conjunto con sus colores fuertes y alegres. Abajo, se agitaban las cabezas de la muchedumbre acariciadas por un soplo épico. Arriba, se balanceaban los penachos de los árboles al beso de la brisa de mayo.
La muchedumbre, puesta en orden, comenzó a desfilar. De los balcones llovían flores. Todo México entusiasmado asistía a presenciar la manifestación. Vivas a la libertad y mueras a la tiranía brotaban de todas las gargantas. Los estandartes brillaban al sol. Las bandas de música emocionaban a la multitud con sus acordes heroicos. En cada guardacantón, en cada carro, donde quiera que hubiera algo que pudiera servir de tribuna, se encontraba un orador, ora de levita, ora de blusa, atildados unos, broncos los otros como la tempestad.
El cielo azul ardía en la gloria de su sol de mayo. Más de quince mil personas formaban la enorme comitiva que se dirigió a barrio populoso de la Merced. A su regreso era un río humano de más de sesenta y cinco mil personas. Lo más enérgico, lo más viril de México desfilaba por las calles de la rejuvenecida ciudad afirmando sus ansias de libertad y de justicia. Acobardado el Dictador, no se atrevió a ametrallar a la multitud que no pensaba en las armas sino en los comicios. ¡Ah, si hubiera habido un Desmoulins!
Durante unas cuantas horas, los esclavos, ebrios de civismo, se creyeron libres, a las veinticuatro horas los esbirros del Gobierno se encargaban de demostrar que el inerme civismo es impotente para someter al despotismo armado. He aquí lo que sucedía.
El diecisiete de mayo fue señalado por los empleados del Gobierno para efectuar una manifestación a favor de la reelección. Con bastante anticipación delegados de la Dictadura habían recorrido los pueblos del Distrito Federal, comprometiendo a los hacendados a enviar a sus peonadas a la Capital para que figurasen en la comitiva, porque no se podía contar con el pueblo de México, que decididamente se había afiliado a la oposición. Por la fuerza se llevó a los peones a la Capital, no se les dio de comer y, desde muy temprano, se les tuvo en pie sin un trago de agua, sin un pedazo de pan, custodiados por la policía para que no se desbandaran. Los que sepan algo de México recordarán que los obreros del campo —peones— son verdaderos esclavos. Pues bien, esos esclavos y los lacayos de Porfirio Díaz eran los “ciudadanos” que “espontáneamente” —según rezaban los periódicos porfiristas— iban a manifestar su adhesión al Nerón de México. La Alameda fue el lugar elegido para reunir este triste rebaño. Comenzó el desfile, un verdadero desfile fúnebre. A la cabeza iban los empleados del Gobierno; los seguía la peonada. Todos caminaban mirando al suelo como bestias cansadas sobre cuyos lomos restalla el sol su fusta de lumbre. Al verlos taciturnos y mudos, antojábase el desfile de unos ajusticiados al camino del cadalso. Así deben haber desfilado por las calles de Tenochtitlan, hacia el templo Huitzilopochtli, los vencidos por el iracundo Ahuízotl.
La gente reía; en las aceras epigramas sangrientos taladraban los oídos y hacían sangrar el corazón de aquellos de los manifestantes que comprendían lo ridículo de la farsa. Algunos querían huir, marcharse a esconder su vergüenza y tal vez darle rienda suelta al llanto; pero ahí estaban los gendarmes para evitar las deserciones de los “espontáneos” manifestantes. Algún estudiante tuvo la feliz ocurrencia de comprar grandes cestos de pambazos —pan corriente—, y una lluvia de pambazos, como una lluvia de ignominia, azotó los rostros, las espaldas y los pechos de los manifestantes en medio de las risotadas y de la chacota del público. De los balcones caían tortillas duras y desperdicios de cocina. Entonces, provocando universal estupefacción, se vio a los peones encorvarse, recoger y llevar a la boca el pan sin comprender el escarnio, sin darse cuenta de la burla mortal que encerraba aquella lluvia alimenticia. ¡Los miserables tenían hambre y la saciaban!
Surgieron los oradores entre el público. Era aquella una indigna comedia que envileció la dignidad del hombre, y el público reprobó la conducta del Gobierno que forzaba a seres humanos embrutecidos por la ignorancia, el duro trabajar y la miseria, a figurar como manifestantes espontáneos en pro de la reelección. Las protestas contra el despotismo atronaban el espacio y una lluvia de esbirros cayó sobre los ciudadanos repartiendo golpes y palabrotas. Comenzaba yo a dirigir al pueblo un discurso de protesta contra la Dictadura cuando dos revólveres, empuñados por manos crispadas, tocaron mi pecho con sus cañones, el gatillo levantado, pronto a caer al menor movimiento que yo hiciera, truncando salvajemente mi primer ensayo tribunicio. Rodeado de esbirros fui conducido a la azotea del palacio municipal, donde encontré a una docena de camaradas de las escuelas que también habían sido detenidos. Tenía yo entonces diecisiete años de edad y cursaba el quinto año en la Escuela Nacional Preparatoria. Mis camaradas me informaron que también mi hermano Jesús había sido arrestado y llevado, como otros muchos, a una de las Comisarías de Policía. El sol vaciaba lumbre sobre aquella azotea. La sed nos producía fiebre; pero el malestar físico era ahogado por nuestro entusiasmo. Soñábamos, pensábamos en alta voz. No se nos ocultaba que podíamos ser fusilados como tantos otros; pero éramos jóvenes, éramos soñadores y el miedo no se atrevía a llamar a nuestros corazones con sus dedos fríos. Formidables policías de a caballo dejaron sus bestias en el patio del edificio y subieron a vigilarnos. Nos decían que en la noche nos “darían agua”. Los déspotas mexicanos, por un eufemismo cruel, cuando decretan la muerte de alguien, dicen a los esbirros: “den su agua a ése”. El cielo, irreprochable, brillaba intensamente. La vieja y maciza Catedral proyectaba en la bóveda de añil sus regios contornos. A lo lejos, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl levantaban sus nieves al cielo, como para evitar que lo manchasen los crímenes de los hombres. Algo como el bramido del mar sacudió nuestros cuerpos haciendo volar nuestros sueños y alejarse como mariposillas blancas. Era el pueblo que rugía. En aquella época éramos los estudiantes los ídolos del pueblo. Sin ponernos de acuerdo, todos tuvimos el mismo pensamiento: correr al borde de la azotea para ver lo que ocurría. El espectáculo era imponente. La extensa plaza era un mar humano. La noticia del arresto de los estudiantes y su probable muerte a las altas horas de la noche conmovió a todos como una corriente eléctrica. El pueblo corría a salvarnos con más armas que sus puños firmes, al descubierto el pecho generoso. Rápidos como el rayo caían los sables sobre aquel mar de carne. La confusión era espantosa. La multitud, inerme, se desbandó. Brazos musculosos nos arrastraron casi a un oscuro desván donde se nos amontonó como fardos de maíz. En la noche escuchamos otra vez el rugido del pueblo que llegaba apagado hasta nuestro encierro. La multitud dispersada por la mañana se había armado de cuchillos, de palos, de piedras y volvía en la noche para rescatarnos. Oímos el rodar de los cañones listos para ametrallar al pueblo. Las caballerías, sable en mano, recorrían a galope las barriadas levantiscas del cuartel de la ciudad donde estaban las escuelas. Se despejó de ciudadanos la Plaza de la Constitución y en sus salidas fueron colocadas piezas de artillería. El pueblo mataba a puñaladas a los gendarmes. Los soldados cargaban a la bayoneta o al sable sobre las multitudes dispersándolas; pero estas se rehacían y otra vez la sangre de los oprimidos y de los agentes de los opresores rubricaba el asfalto de las calles.
No se nos “dio nuestra agua” esa noche. La protesta del pueblo nos había salvado haciendo comprender la Dictador que no se toleraría un atentado contra nosotros. En cambio, se nos martirizó. No se nos dio ni un sarape ni un petate y teníamos que satisfacer nuestras necesidades corporales en el mismo negro desván donde se nos amontonó. Al siguiente día, como a la una de la tarde, fuimos sacados sigilosamente por una puerta no frecuentada, se nos hizo subir de dos en dos a unos carruajes cerrados que nos esperaban, y con las bocas de las armas puestas sobre nuestros pechos llegábamos a la prisión de Belén. Nunca había visto por dentro esa horrible cárcel que en años posteriores me fue tan familiar. Después de caminar por oscuro pasadizos y de subir y bajar mugrientas escaleras nos encontramos en un largo salón cuyo techo tocábamos con las manos. Triste luz crepuscular hacía más horrendo aquel antro fétido, húmedo, negro. Apoyé mis manos en la pared y las retiré asombrado: esputos sanguinolentos decoraban las paredes. Se nos había encerrado en el departamento donde se hacina a los mendigos que infestan la ciudad. Había ahí leprosos, tísicos, sarnosos, cojos, mancos, tuertos, ciegos, sordos, mudos, paralíticos, llagados, sifilíticos, jorobados, idiotas, un espantoso depósito de carne enferma que chorreaba pus y mugre. Los tuberculosos tosían. Las moscas zumbaban. Un vapor espeso y fétido mareaba a los más fuertes. Los nervios se aflojaban en aquella antesala de la muerte. Cansada la vista de la presencia de una corcova, tropezaba con una llaga; para no ver el rostro violáceo de un tísico; se le daba la espalda, pero había que ver entonces la podredumbre de un sifilítico o los ojos purulentos de un ciego, o la torturante fisonomía de un idiota. La carne fermentaba a nuestra vista, se disgregaba, se convertía en agua sanguinolenta. Se pudría antes de llegar al cementerio y en vida todavía de sus dueños. Yo envidiaba a los ciegos: siquiera no veían tanta miseria. Un ambiente de sepulcro envenenaba la sangre. Los alacranes chirriaban en las resquebrajaduras del techo. Nadie hablaba; las arañas repasaban sus viviendas en los rincones, mientras las manos de los hombres rascaban su sarna o perseguían entre sus hilachos las pulgas, los piojos y las chinches, que por millonadas se nutrían de aquellas carnes. En la noche se nos condujo al departamento de detenidos. Era pesada la atmósfera también ahí, pero siquiera se libraron nuestros ojos del espectáculo de la carroña viviente. Nuestros cuerpos desfallecían de hambre. No habíamos comido porque nadie nos ofreció un pedazo de pan y los carceleros habían rechazado las comidas que nos enviaron nuestras madres. En unos petates nos tiramos a descansar, más de ochocientos hombres roncaban o tosían en la estrecha galera. El calor era insoportable. Los piojos, las chinches y las pulgas martirizaban nuestras carnes. No dormíamos. Se nos había dicho que los presidiarios hacían víctimas a los jóvenes de asquerosas obscenidades y esperábamos de un momento a otro tener que luchar. Afortunadamente aquellos hombres se enteraron de que éramos estudiantes y en lugar de perjudicarnos nos trataron como a hijos. Antes de las cinco de la mañana, los gruesos bastones de los capataces despertaron a la gente, golpeando con fuerza el pavimento cerca de la cabeza de los presos. Los ojos pitañosos con dificultad podían distinguir algo en aquellas sombras apenas disimuladas por una candileja que parpadeaba en el centro de la estancia. Los presos escupían al suelo y se alineaban. Algunos murciélagos entrados por la noche buscaban torpemente la salida trazando en el aire figuras caprichosas. Comenzó a clarear el día y pudimos vernos bien los rostros, lívidos por el hambre y dos noches sin dormir. Supimos que había más de sesenta presos políticos en diferentes departamentos de la cárcel y varios centenares en las Comisarías; supimos también que durante la noche había habido tumultos en varios barrios de la Capital. Muchos obreros habían sido consignados al Ejército. Así terminaron aquellas jornadas que pudieron ser el principio de un movimiento revolucionario; pero que en realidad fue el postrer sacudimiento de un cuerpo que se entrega al reposo.
Muy pronto un movimiento mejor orientado sacudirá ese cuerpo que parece muerto, mas ya no serán manos vacías las que disputen la victoria a los puños armados de la Dictadura. Los sables de los cosacos ya no caerán impunemente sobre las cabezas de los ciudadanos. Las descargas de los soldados del Zar serán contestadas por los rifles de los soldados del pueblo. El pueblo sabe bien ahora que a la violencia hay que someterla con la violencia.
Cárcel del Condado, mayo 18 de 1908.
– – – – NOTAS – – – –
1 Ethel Mowbray Dolsen. Periodista norteamericana. Hacia septiembre de 1907 publicó en The San Francisco Call (San Francisco, Calif.) un artículo en favor de “la labor de Flores Magón y camarilla”, cuya traducción fue publicada en el número 16 del 5 de octubre de 1907 de Revolución (Los Ángeles, Calif.). A fines de ese año se trasladó a Los Ángeles, donde se vinculó con el grupo de socialistas simpatizantes de la JOPLM, compuesto por John y Ethel Turner, P.D. y Frances Noel, John Murray, James Roche y Job Harriman. En mayo de 1908 visitó a RFM en la cárcel del condado donde se encontraba recluido. Otros de sus artículos sobre la situación en México aparecieron en el periódico socialista angelino The People’s Paper. El 15 de octubre de 1910, publicó en Regeneración el artículo “An Anti-Mexican Intervention League ought to be organized in this Country”, liga de la cual fue iniciadora. En marzo de 1911, escribió y puso en escena su obra Across the Border, con la Advance Drama Company.
2 Posible referencia a El Republicano “Periódico de política, literatura, comercio, industria, variedades y avisos”, México D.F., (1879), director: José Negrete. Diario de filiación lerdista que emprendió una campaña para denunciar la cruenta represión del gobierno contra los lerdistas veracruzanos.
3 Dos organizaciones, el Comité de Estudiantes Antirreeleccionistas y el Club Liberal Soberanía Popular, se fusionaron el 1 de mayo de 1892 y formaron el Comité Antirreeleccionista de Estudiantes y Obreros. Su primer acto público fue una asamblea de estudiantes y obreros antirreeleccionistas que devino en una manifestación que terminó en la Plazuela del Carmen (hoy Plaza del Estudiante) donde se rindió tributo a Miguel Hidalgo en su aniversario. A esa manifestación siguieron, 15 días después, las jornadas de protesta antirreeleccionista a las que hace referencia este artículo.
4 Sansculotte (literalmente sin calzones). Sobrenombre que identificaba a los miembros del ala más radical y popular de la Revolución Francesa.
5 Refiérese a Jean-Paul Marat (1743-1793). Científico, filósofo y revolucionario francés. Editor de L’Ami du Peuple, al que por sus posturas radicales y populares se le conocía como “La ira del pueblo”. Miembro de la Comuna de París y de la Convención. Promotor de la ejecución de Luis XVI. Figura clave en la época del “Terror” revolucionario junto con Danton y Robespierre.
6 Refiérese a Maximilien de Robespierre (1758-1794). Abogado y revolucionario francés. Miembro del club de los Jacobinos. Con el apoyo de las masas revolucionarias, asumió todos los poderes de la Convención Nacional como miembro del Comité de Salvación Pública (1793). Con una política que combinaba medidas económicas y sociales en favor de las clases populares urbanas y la represión exhaustiva y sistemática de sus enemigos políticos y los de la Revolución, lideró la época del “Terror”. “El gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la protección nacional; a los enemigos del pueblo no les debe sino la muerte.” Tras su ajusticiamiento, llegó el Termidor de la Revolución Francesa.
7 Refiérese a Louis Antoine de Saint Just (1767-1794). Revolucionario, militar y orador francés. Miembro del Comité de Salud Pública. Cercano y leal a Robespierre. Dirigió eficazmente campañas militares durante el “Terror”. Fue ejecutado junto con Robespierre.
8 Refiérese a Honoré Riqueti, conde de Mirabeau (1749-1791). Escritor, orador y revolucionario francés. Presidente de la Asamblea Nacional Constituyente (1789). Escribió la primera versión de la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”.
9 Refiérese a Georges Jacques Danton (1759-1794). Abogado, orador y revolucionario francés cercano a Marat y Demoulins. Defensor de las reivindicaciones de los sans-culottes. En 1790 presidió el club radical de los Cordeleros. Durante la Convención (1792), fue Secretario de Justicia y líder principal. Promovió la formación del Comité de Salud Pública (1793) del cual fue primer presidente. Su destitución marca el comienzo de la época del “Terror”, en la que fue guillotinado junto con Desmoulins.
La sola evocación de ese nombre y de esa fecha, hace que manos trémulas por la indignación busquen impacientes el fusil, para apuntarlo contra un gobierno de asesinos y traidores. ¡Cananea! ¿quién ignora lo que ocurrió en Cananea el 1° de junio de 1906?1
Los mineros trabajaban todo el día, y no era un trabajo humano aquel: era un trabajo de bestia de carga. Los riñones sudaban sangre; los pulmones, fatigados, se hinchaban hasta querer romper el tórax. Era necesario llenar una carretilla y luego otra y otra más. Había que llenar cien, había que llenar mil. En la penumbra, el pico caía con cólera sobre la roca desgajada por el barreno; la pala hendía su hoja en el rico cascajo y llenaba una carretilla, llenaba cien, llenaba mil, sin descanso, sin tregua. Los mineros sudaban en las entrañas de la tierra, sepultados en vida; pero menos felices que los muertos, tenían que trabajar, que trabajar duro como presidiario, para que sus amos se embriagasen con champagne y arrastrasen su ocio en ricos automóviles.
Molidos, derrengados, jadeantes, alcanzado el maximum de resistencia, llegado al límite de que el músculo se sustrae al imperio de la voluntad, salían aquellos hombres de su sepultura, tardo el paso, colgantes los nobles brazos, caída sobre el pechos la abrumada cabeza, pisando con rabia la tierra dura y cruel.
En sus hogares los esperaba la tristeza, a ellos que venían de las tinieblas, a ellos que venían de un infierno. Los niños, sin abrigos, tiritaban de frío y pedían pan. La compañera, abnegada, tiritaba también. Todo lo que tenía algún valor había ido a parar a la casa del gachupín. En la tienda de la compañía todo costaba el doble, el triple y aún el cuádruplo de los precios corrientes en el mercado y a esa tienda era preciso ir a comprarlo todo. Había miseria, había hambre, había duelo en los hogares de esa gente laboriosa y honrada. Había lujo, había derroche, había alegría desenfrenada y loca en los hogares de los amos, de los que no habían tocado una pala, de los que ignoraban cómo se maneja el pico, de los que no sudaban cargando el negro mineral, de los que no sabían hacer otra cosa que beber buenos vinos, manchar hermosas mujeres, habitar regios palacios y tender sus inútiles cuerpos en lechos de príncipe.
No era posible sufrir más aquello. Era indudable que sobre los mineros pesaba una monstruosa injusticia. Ellos trabajaban, sudaban, se consumían de fatiga y a duras penas conseguían para comer y alimentar a sus familias, mientras los amos sin trabajar, sin sudar, vivían en la opulencia, las apesadumbradas cabezas comenzaron a pensar. Los periódicos del pueblo eran leídos con avidez y pasaban de mano en mano dejando en los corazones consuelo y fuerza y esperanza.
Por ellos se sabía que todos tenían derecho a la felicidad. Las doloridas cabezas que antes necesitaban el alcohol de las vinaterías para soñar, ahora buscaban el sueño en las líneas apretadas de la Prensa Libre. Se operaba una reacción saludable. La resignación huía de aquellos campos al soplo de la prensa rebelde. Ya no salían de las minas, después del trabajo las criaturas taciturnas de brazos caídos y tardo caminar. Las cabezas se erguían altivas sobre los hombros poderosos y los rostros irradiaban una luz fuerte y sana, la del entusiasmo. ¡Oh, magia de la Prensa!
Las cabezas pensaban. Era necesario trabajar menos: ocho horas a los sumo, y ganar más: cinco pesos por las ocho horas, cuando menos. La pretensión era modesta, era humilde si se tiene en cuenta que el trabajo de cada hombre producía de veinticinco a treinta pesos diarios a los holgazanes amos.
Después de pensarlo bien, los esclavos decidieron pedir cinco pesos diarios y ocho horas de trabajo. El amo oyó la petición, tosió, escupió, se encogió de hombros y dijo: “sólo el Gobierno puede resolver sobre este asunto”.
El Gobierno ha ordenado a los capitalistas que no paguen buenos salarios al trabajador mexicano, porque el bienestar dignifica y ennoblece al hombre, y un pueblo de hombres dignos no soporta tiranías.
Se declaró la huelga. Nadie volvería a entrar a las minas a trabajar, ya que las familias de los trabajadores se pudrían en la miseria para que engordasen y gozasen de la vida las familias de los que no sudaban. Seis mil hombres dejaron caer la herramienta, animados por la esperanza de que arrepentidos los amos atenderían sus reclamaciones. Vana esperanza. Los amos armaron a sus lacayos y asesinaron al pueblo. El Gobierno, por su parte, mandó soldados a que hicieran lo mismo y cobarde y traidor, toleró que forajidos extranjeros violasen las leyes de neutralidad2 para ir a exterminar a los mineros mexicanos.
La sangre proletaria, la misma generosa sangre que ennobleció con su púrpura los baluartes de Cuautla, las arenas del Puente de Calderón y los muros de la Alhóndiga de Granaditas; la brava sangre que bebió sedienta la ingrata tierra de Churubusco y Molino del Rey; la sangre insigne que en Calpulalpan se desposó con la gloria y en Puebla se hizo inmortal; la noble sangre de la plebe que libró a México de las garras del león de Castilla y del águila flordelisada de las Tullerías; las sangre heroica que se atrevió a oponerse al empuje arrollador de la rubia águila de Washington; esa sangre generosa, brava, insigne, noble, heroica, salpicó sin gloria los guijarros de Cananea derramada por alevosos asesinos.
¿Qué espantoso crimen habían cometido los mineros para ser cazados como bestias salvajes?
Un crimen realmente y muy grande, un monstruoso crimen: el de reclamar su derecho con las manos vacías. Ese es el crimen de los pueblos sometidos y esclavos. Ese es el crimen que expía el pueblo mexicano desde hace más de treinta años.
Los derechos no se reclaman cruzándose de brazos, sino con el hierro y con el fuego. Ármense los obreros y reclamen sus derechos sólo así se conquista la libertad y el bienestar.
– – – – NOTAS – – – –
1 Véase supra, n. 274.
2 Leyes de neutralidad. El estatuto 5286 prohibía la conformación, organización y tránsito por territorio de Estados Unidos, de expediciones militares hostiles a gobiernos amigos. En el estatuto 5440 se prohibía la conspiración dentro de territorio norteamericano contra otros gobiernos. El 5282 prohibía el reclutamiento de integrantes para una expedición militar.
Obreros; si os sentís satisfechos bajo vuestros andrajos, inclinad la cabeza, ofreced los lomos envilecidos al látigo de vuestros amos, no murmuréis ni lancéis miradas rencorosas a vuestros capataces, porque sólo los hombres dignos tienen el derecho de criticar a los que explotan y de odiar a los que maltratan.
Muchos de vosotros os sentís mordidos por la envidia cuando tenéis a la vista un obeso señor que come bien, bebe mejor, viste elegantemente, habita casas confortables y se pasa las horas muertas contando sendos fajos de billetes de Banco y divirtiéndose como un príncipe, en tanto que a vosotros se os pueden contar las costillas, coméis mal, os envenenáis con aguardientes saturados de alumbre, disimuláis vuestras carnes con pingajos malolientes, os pudris en covachas que ni los lobos aceptarían y echáis los pulmones en tareas de presidiarios. Sí, os muerde la envidia porque os figuráis que es a la fortuna a quien debe su bienestar el obeso señor . ¡Cuán equivocados estáis!
El que se encuentra tirada una moneda, tal vez sea un afortunado, pero el que os saca las monedas de la bolsa ¿no pensáis que más bien es un ladrón que un hombre de fortuna? Es posible que la palabra ladrón aplicada a vuestros amos os parezca un tanto dura ¡estáis tan acostumbrados a respetarlos! Pero si os tomáis la molestia de pensar un poco, descubriréis que los señores del dinero deben su riqueza a vuestra ignorancia o a vuestra mansedumbre que les permite meter las manos en vuestros bolsillos y despojaros, sin que para ellos haya gendarmes de gruesos bastones que los arrastren a la cárcel.
Vuestros amos os roban a ojos vistos. Por cada peso que os dan se embolsan cuatro, cinco, seis o más. Esto lo podéis comprobar vosotros mismos comparando lo que se os paga por un trabajo cualquiera y lo que cobra el amo cuando vende o renta lo que han producido vuestras manos.
¿Entendéis ahora por qué es un ladrón vuestro amo y no un hombre al que sonríe la fortuna? ¿Seguiréis alimentando la infecunda envidia contra los que os tienen a jornal? No; ahora, si sois dignos, sentiréis cólera, esa noble y fecunda pasión que os llevará un día a la conquista de la Libertad, de la Igualdad y de la Fraternidad.
Oídlo bien, esclavos: vuestros amos no tienen derecho a ganar nada, y sois vosotros, los que os deslomáis, los que tenéis el derecho a ganarlo todo.
Es posible que alguno de vosotros, queriéndola echar de avisadillo, replique que es justo que los amos ganen algo, puesto que arriesgan "su" dinero. ¡Su dinero!
Pues bien, escuchad: ese dinero no pertenece a vuestros amos, sino a vosotros, porque antiguamente la tierra, los bosques, los manantiales, todo era de todos: pero algunos bandidos se lo apropiaron todo para sí, dejando a los demás sin un terrón donde reclinar la cabeza. Desde entonces, los despojados para poder vivir, tuvieron que trabajar para provecho de los despojadores; los robados quedaron al servicio de los ladrones, primero como esclavos, más tarde como siervos y hoy como obreros. La diferencia que hay entre vosotros y los esclavos, no es grande, pues consiste solamente en que vosotros podéis escoger vuestro dueño, esto es, vuestro patrón.
Los descendientes de aquellos bandidos son los que os explotan con "su" dinero que recibieron por medio de la herencia, sin sudar, sin arriesgar nada, dinero que detentan porque sus ascendientes no lo hicieron: lo abarataron a los que lo tenían.
Nadie puede enriquecerse honradamente. El que no se enriquece despojando por la violencia a los demás, lo logra por medio del fraude y del engaño si es comerciante o banquero, o alquilando las fuerzas de los que no poseen nada si es industrial.
Después de saber esto, si os sentís satisfechos bajo vuestros andrajos, no alcéis la vista, porque solo los hombres de vergüenza tienen el derecho de ser altivos.
Pero si sois hombres de vergüenza, uníos compañeros, formad un solo cuerpo, tomad las armas y luchad como buenos para demostrar ante el mundo que los mexicanos somos dignos de ser libres y felices.
Vengad a los mártires de Cananea y de Río Blanco1. En el Valle Nacional, en Quintana Roo y en Tres Marías, las Siberias del Czar zapoteca, agonizan vuestros hermanos. En las cárceles y en los cuarteles desfallecen los mejores y más altivos obreros.
Alistaos sin pérdida de tiempo, porque la revolución está próxima a estallar.
¡Arriba los que sean hombres!
– – – – NOTAS – – – –
1 Huelga de Río Blanco. Realizada en las fábricas textiles de Río Blanco, Santa Rosa y Nogales del 7 al 11 de enero de 1907; promovida por los trabajadores agrupados en el Gran Círculo de Obreros Libres, en respuesta al reglamento impuesto por el Centro Industrial Mexicano. Los huelguistas fueron reprimidos por el ejército, con un saldo de casi 200 muertos. Los impulsores de la huelga fueron aprehendidos y un número indeterminado de ellos fue sometido a trabajos forzados en Valle Nacional. Las labores en Río Blanco se reanudaron bajo vigilancia militar.
La última huelga —la de los ferrocarrileros— y su estruendoso fracaso1 ha venido a advertir una vez más que las huelgas pacíficas son impotentes para llevar a los obreros al triunfo.
Contra el trabajador mexicano operan con todo su vigor, el dinero del rico, la influencia y las fuerzas del Gobierno, y, lo que es peor todavía, la resistencia estúpida, ciega, suicida, de un gran número de los trabajadores mismos, a tomar parte en la pugna contra el ensoberbecido Capital.
El trabajador consciente, tiene, pues, tres principales enemigos: el rico, el Gobierno y el trabajador inconsciente, el SCAB, como se le llama es Estados Unidos, el ESQUIROL, como se le titula en España.
En tales condiciones, la lucha es desigual y el resultado está siempre a favor de la clase opresora, y los triunfos de la clase opresora producen el lamentable efecto de apagar los entusiasmos, de estrangular la esperanza, de matar las ilusiones de los trabajadores que acarician el ensueño generoso de la emancipación de su clase. El desencanto que generan en el pecho de los obreros los fáciles triunfos de la casta dominadora, da origen a la sumisión incondicional a los que oprimen y explotan, puesto que se considera inútil todo esfuerzo que lleve consigo el intento de librar de la miseria y de la humillación a la clase productora.
Pero los trabajadores no deben perder la esperanza. Deben considerar como naturales, como lógicas sus derrotas, ¡ay! a menudo amasadas con su sangre. Hasta ahora los trabajadores, para luchar, se han cruzado de brazos —¡candoroso género de lucha!— esperando que sus amos los llamasen para darles lo que pedían. La huelga pacífica no significa otra cosa que cruzarse de brazos, y, con los brazos cruzados, sólo se va a la derrota. Sí, obreros, la huelga pacífica es la derrota, es la vergüenza después de la derrota, es la cadena que os tiene atados al potro del capitalismo. Os declaráis en huelga, y, si por algún milagro no hay SCABS, no hay ESQUIROLES, permanecéis con los brazos cruzados un día, una semana, tal vez un mes, o quizá varios meses, tanto tiempo cuanto vuestros estómagos permitan que vuestra dignidad sea inflexible; pero llega un momento en que el hambre ahoga vuestros escrúpulos, se presenta el instante en que vuestra compañera, vuestros hijos y con frecuencia vuestros ancianos padres, desfallecen y agonizan a vuestra vista, por falta de alimento, por falta de vestido, por falta de unas rajas de leña para desentumecer los cuerpos. Vuestras familias lloran de hambre y de desesperación y vosotros veis esas lágrimas de los seres que adoráis. ¿Qué hacéis entonces? Con los ojos empañados por el llanto que os provoca el dolor de los vuestros y con los puños apretados por la indignación que os causa la necesidad en que os encontráis de humillaros al patrón llamáis a las puertas del lugar donde regaláis vuestras fuerzas y confesáis vuestra derrota, derrota que estaba prevista desde el momento en que, para no turbar el orden, os cruzásteis de brazos en frente de vuestros poderosos enemigos. Menos mal si sólo eso os ocurre, pero, en general se os obliga a entrar al trabajo fusilándolos en masa. ¡No olvidéis Cananea, recordad Río Blanco!
Con frecuencia también ¡oh niños barbados! nombráis una comisión que vaya a hablar por vuestros intereses el bandido que ha parido vientre de mujer, al rufián Porfirio Díaz. Este monstruo recibe con desabrimiento vuestra comisión, y después de regañaros como a chiquillos, os espanta con el cuartel, con la Ley Fuga, con el Valle Nacional, Quintana Roo, y Tres Marías si no sois obedientes al Dios Patrón. Con el rabo entre las piernas salen de los salones presidenciales vuestros comisionados a llevaros siempre la misma noticia: "el señor Presidente recomienda que tengamos paciencia, que es hasta patriótico dejarse cortar la lana por las ricas empresas extranjeras, que reclamar un centavo más de salario o un minuto menos de trabajo, es acto de rebeldía, y que está dispuesto a hacernos guardar el orden de una manera enérgica si nos atrevemos a levantar un ladrillo y quebrarlo en el rostro de cualquier rural".
Con la táctica de los brazos cruzados sólo se obtienen vergonzosas derrotas. Es preciso, es urgente, variar de táctica. A la resistencia pasiva debe sustituirla la acción revolucionaria. Los brazos, en lugar de cruzarse deben empuñar una arma. Si ha de verterse sangre, que se vierta en plena lucha.
Tened presente, obreros, que al declararos en huelga, seréis vencidos por el hambre, por las tropas del Gobierno y por los esquiroles, quebradores de huelgas; pues, bien, ya que el hambre es un enemigo terrible, decretadla contra vuestros amos cuando os declaréis en huelga, haciendo pedazos las máquinas, desplomando las minas, quemando los sembrados. Y cuando hagáis dos o tres escarmientos, de esa clase, veréis cómo bastará una indicación vuestra para que se os atienda, pues de lo contrario, en vuestras manos está el remedio: destruir la fábrica, desplomar la mina, arrasar la hacienda, y, con vuestras armas resistir a balazos el empuje de los cosacos.
Trabajadores: armaos, sin pérdida de tiempo porque la Revolución no tarda en estallar. La Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano, aunque perseguida, no ha descansado, y muy pronto se iniciará el movimiento justiciero que abrirá una amplia vía a la evolución de la raza mexicana.
Va a llegar por fin el momento en que, si sois hombres, conquistaréis para siempre el derecho de ser felices y de ser respetados.
– – – – NOTAS – – – –
1 Se refiere a la huelga promovida y dirigida por la Gran Liga de Ferrocarrileros en San Luis Potosí, en 1908; tomaron parte en ella alrededor de tres mil trabajadores inconformes con la discriminación contra los obreros sindicalizados. Por la presión ejercida por el gobernador José María Espinosa y Cuevas y el propio Porfirio Díaz sobre el presidente de la Gran Liga Félix C. Vera, la huelga se levantó y los participantes en ella fueron despedidos.
El filósofo se asombra en presencia de ciertos ejemplares de la especie humana. La forma del cuerpo corresponde al tipo animal llamado hombre; el interior es un abismo, y, para sondear ese abismo hay que taparse las narices, porque huele mal. Son los hombres-reptiles; hombres por la configuración del cuerpo, reptiles por su idiosincrasia. Parece como que la evolución en estos espantosos engendros se ha hecho a medias, pues mientras el cuerpo ha alcanzado la última forma de la evolución animal, la forma humana, el alma ha quedado rezagada en las primeras etapas ancestrales.
Los hombres-reptiles abundan. Entre ellos se reclutan los traidores, los espías, los delatores, y esta canalla logra a veces, arrastrándose por tortuosas veredas, llegar a alturas verdaderamente prodigiosas, pudiendo ser Senadores, Magistrados, Ministros y Jefes de Estado.
Tenemos a la vista tres ejemplares de hombres-reptiles que pueden servir de tipo a los hombres estudiosos para una clasificación especial. Estos tres tipos son: Porfirio Díaz, Teodoro Roosevelt y Carlos Bonaparte1, tres individuos de distinta raza; pero de idénticos instintos. Su mentalidad es verdaderamente reptilesca: mezquina, estrecha, dominada por el instinto. El deseo de dominar, de imponerse, de hacerse temer, es un deseo esencialmente bestial; es la pasión que hace temible al tigre en sus dominios florestales; es el coraje que eriza la crin de la hiena, soberana de las cálidas arenas; es la rabia que hace silbar al crótalo. En el mundo bestial, ser temido significa dominio, y, en último análisis, la afirmación de la personalidad, el triunfo en la brutal lucha por la existencia. Por eso entre los animales, aun los más inofensivos, hay detalles que los hacen o repugnantes, para que ningún animal de otra especie los ataque, o feroces, para intimidar a las otras especies. La brutalidad, la violencia, la crueldad, la perfidia imperan en las especies animales más temibles, y es a esas cualidades a las que deben su victoria en la azarosa lucha por la vida.
Si algún inteligente psicólogo se tomare el trabajo —santo y meritorio ciertamente— de llevar la luz del análisis a esos lóbregos pozos que constituyen el alma de Díaz, Roosevelt y Bonaparte, encontraría que mientras más bajase, más lejos se encontraría del fondo, y la mejor linterna, es decir, el cerebro más nutrido de ciencia y más rico en fósforo, sería impotente para descubrir la conciencia en aquellas tinieblas infinitas. El instinto, un ciego y brutal instinto, vaga como una nube negra en aquella negrura. Y es a ese instinto ciego, a ese instinto bestial al que deben esos hombres su triunfo en la lucha por la vida, habiendo empleado la táctica animal de combate en la pugna humana: se hicieron temibles y se impusieron.
Se equivocaría lamentablemente quien dijera que Díaz, Roosevelt y Bonaparte llegaron a la altura en que se encuentran sobre dos naciones, empujados por los resortes de su fuerte cerebralidad. Su cerebralidad es nula, no es ni siquiera una cerebralidad standard, y, quien quiera convencerse de la verdad de este aserto, no tiene más trabajo que hacer memoria de los actos públicos de esos reptiles, mejor dicho, de esos hombres-reptiles. Díaz sólo ha logrado imponerse por el cuidado que pone en que nunca se oree de su sable la sangre del pueblo. Roosevelt ha conseguido lo mismo untando los sesos del trabajador americano y las piltrafas de las naciones débiles en su big stick. Bonaparte ha llegado a ser el deus ex machina de la política rooseveltiana resucitando a Dracón2.
Como se ve, esos raros engendros han debido su triunfo al instinto. En las tinieblas de la prehistoria hubieran podido disputar brazo a brazo, o mejor, garra a garra, una hedionda pierna de mamut al oso y aun a la hiena de las cavernas.
Pues bien, estos res reptiles perecían aplastados por los que andan de pie, y, dando dentelladas a diestra y siniestra, aplicando las escamas de sus vientres lívidos a todas las rendijas, consiguieron trepar y dejar muy abajo a hombres, a verdaderos hombres que pretendían escalar la altura batiendo las condorinas alas del pensamiento.
Ya en la altura, clavaron sus bestiales ojillos, irritada la pupila, en las masas que se agitaban abajo, muy abajo. Muchas águilas, rotas las alas en el cobarde ataque de los reptiles, pugnaban todavía por remontarse; pero los guijarros de las órdenes draconianas caían de la altura rematando al audaz y viril y generoso pensamiento, cuando no se hacía uso del big stick o del sable ensangrentado. Así fue como Díaz, Roosevelt y Bonaparte se hicieron dueños de la cima.
En la sombra creada por ellos se olfatearon y se reconocieron. ¿Recordáis lo que refiere Mr. Creelman3 sobre la extraordinaria movilidad de la nariz de Díaz4, verdadera nariz bestial adaptada para el olfato? ¿Habéis parado mientes en el gesto animal de Roosevelt cuando ríe, al desnudo los poderosos maxilares, palpitante y lleno de babaza el prognatismo ancestral? ¿No os habéis quedado perplejos sin atinar si es de hombre o es de iguanodonte el estúpido rostro de Bonaparte?
Los reptiles se reconocieron y se estrecharon en medio de las sombras estremecidas por el contubernio del Crimen. La Virtud se suicidó para evitar el estupro pero los monstruos violan su cadáver. El Valor, castrado, se dejó poner la cadena y así fue como dos pueblos, el americano y el mexicano, se convirtieron en feudatarios de tres bandidos.
– – – – NOTAS – – – –
1 Charles Joseph Bonaparte. (1851-1921). Procurador General de los Estados Unidos del 17 de diciembre de 1906 a 5 de marzo de 1909, bajo la presidencia de Teodoro Roosevelt.
2 Dracón. Político ateniense del siglo VII a. de C. Caracterizado por la exagerada severidad de las leyes que promulgó a raíz del triunfo de la rebelión contra los Eupátridas, en el 601 a. de C.
3 James Creelman (1859-1915). Periodista y abogado canadiense radicado en Nueva York; simpatizante del Partido Republicano. A lo largo de los ochentas del XIX, colaboró en los periódicos Church and State (órgano de la iglesia episcopal), Brooklyn Eagle, The New York Herald y Pearson´s Magazine.
4 Dice Creelman en la descripción fisonómica que sirve de proemio a la entrevista, según la traducción de El Imparcial: “Ojos castaño-oscuros que leen en el fondo del alma del interlocutor, a veces con inefables destellos de bondad, y a veces con aguda y rápida mirada. Ojos entonces de amenaza terrible que cambian entonces a su expresión habitual, en la que se cree adivinar la bondad, la confianza y hasta la alegría. Amplia y bien proporcionada nariz, cuyas ventanillas se dilatan con las emociones intensas.” (El Imparcial, 3 de marzo, 1908).